Sus exuberantes formas, aquellos contornos más bien propios de películas, tal vez de sueños, obligaban a uno a clavar los ojos sobre su excelsa belleza, a permanecer embelesado observándola durante horas y horas.
Allí detuvimos el tiempo, solos ella y yo, el susurro del viento y una fina lluvia acariciando nuestros rostros.
Allí detuvimos el tiempo, solos ella y yo, el susurro del viento y una fina lluvia acariciando nuestros rostros.
Mi corazón acelerado palpitaba con fuerza. Me tumbé junto a ella y nos contemplamos, acariciamos, rodamos el uno sobre el otro jugueteando como dos niños pequeños que se reencuentran años más tarde.
Una intensa sensación de vida, de pertenencia, de profunda unidad me acompañó durante toda la velada. Fue una vuelta al origen, a la esencia, una brecha en el tiempo separado de un mundo excesivamente artificial y pomposo del que conviene alejarse a veces para no perder la perspectiva completa del cuadro.