30.10.13

El encuentro

Aún permanece muy vivo en mi memoria el recuerdo de la última vez. En esa ocasión nos citamos en Suiza. Ella preparó minuciosamente el encuentro. No dejó al azar ningún detalle, por pequeño que fuera. Sin duda puso lo mejor de sí misma con el objetivo de que todo saliera a la perfección, y así fue. Llegado el momento sacó del armario sus mejores galas y me recibió con un precioso traje otoñal. Estaba radiante, imponente. Nunca antes la había visto brillar de la manera en que deslumbraba aquel día. Lo hacía con sus tonos ocres y anaranjados, con sus verdes y amarillos, incluso podían entreverse algunos bellos granates. Los combinaba derrochando gracia por los cuatro costados, con una maestría especial que engatusaba de la manera en que solamente ella sabía hacer. 
Sus exuberantes formas, aquellos contornos más bien propios de películas, tal vez de sueños, obligaban a uno a clavar los ojos sobre su excelsa belleza, a permanecer embelesado observándola durante horas y horas.
Allí detuvimos el tiempo, solos ella y yo, el susurro del viento y una fina lluvia acariciando nuestros rostros. 
Mi corazón acelerado palpitaba con fuerza. Me tumbé junto a ella y nos contemplamos, acariciamos, rodamos el uno sobre el otro jugueteando como dos niños pequeños que se reencuentran años más tarde.
Una intensa sensación de vida, de pertenencia, de profunda unidad me acompañó durante toda la velada. Fue una vuelta al origen, a la esencia, una brecha en el tiempo separado de un mundo excesivamente artificial y pomposo del que conviene alejarse a veces para no perder la perspectiva completa del cuadro.