Vivimos en una época
frenética. El corazón de la gran ciudad, al borde del ataque
cardíaco, late con suma celeridad, mientras sus habitantes se hallan
inmersos en una espiral de prisas, de atascos y de angustiosa ansiedad.
Esta zozobra parece haberse convertido en alelo dominante dentro de
la genética del hombre del siglo XXI. Da la sensación de que para él todo es
efímero, de que nada va más allá de la mera búsqueda de pequeños placeres
fugaces, que abandona sin darles siquiera tiempo a manifestarse en toda su
magnitud y esplendor.
Es por ello que todo lo que triunfa en esta sociedad es instantáneo y
volátil, exactamente igual que la satisfacción que produce. Múltiples son los
ejemplos de que disponemos. Sin ir más lejos, el caso de la comida rápida
es paradigmático: prontitud en la elaboración, baja calidad y por si fuera
poco, nada saludable. Sin embargo, en un principio su sabor es
resultón para el paladar, así que con ello nos conformamos. ¿Para qué vamos a
preocuparnos en experimentar otras sensaciones a las que nuestras papilas
gustativas no responden positivamente de primeras? Lo mismo ocurre con la
música, excesivamente formulaica y repetitiva en estos días, cimentada sobre
estribillos pegadizos que a la tercera escucha puedes tirar a la papelera. El
cine, la telebasura, la literatura... y podríamos continuar así indefinidamente.