20.6.14

Tan...tan poquito

Sara bajó de dos en dos los peldaños de las escaleras de su trabajo. Se trataba de un quinto piso, pero no deseaba encontrarse con nadie en el ascensor. Quería mantener a los individuos de aquella corporación lejos de su vista. Desde que su jefe les hubiera anunciado su inminente marcha de la empresa a finales de aquel año, en el seno de su equipo habían comenzado a sucederse los codazos en la carrera de sucesión hasta convertir un ambiente de trabajo agradable en una atmósfera insostenible.

Ella no era competitiva. O al menos era contraria a esa rivalidad desmedida. Detestaba la idea de traicionar a sus compañeros y a sus propios principios por un puñado de euros que desde luego no le venían mal pero que en este momento no necesitaba. Estaba convencida de que acabaría comprando algo material con ellos para llenar el vacío que surgiría en su interior si pisara a los demás para conseguir el puesto. No estaba dispuesta a venderse.

Tan pronto como atravesó la puerta principal huyó de aquel lugar y se dirigió a toda prisa hacia su casa. Era viernes. El mes de Noviembre estaba a punto de expirar y un cielo encapotado cubría toda la ciudad de Madrid. Estaba haciendo un Otoño templado. Sin embargo, aquella tarde soplaba una gélida brisa que anunciaba la inminente llegada del invierno. Sara se puso ropa de abrigo. Como tenía algo de hambre, cogió para el camino una manzana del cesto de la fruta y salió en busca de sus amigas, con las que se había citado para tomar café.

Atravesó la calle Goya sorteando a compradores compulsivos que atestaban la avenida comercial. En otro tiempo, ella probablemente habría sido una más en mitad de aquella muchedumbre. Sin embargo, hacía ya unos años que se encontraba a gusto consigo misma alejada de aquel consumismo voraz que ya no precisaba para reforzar su identidad respecto a los demás. No obstante, le frustraba el hecho de percibir cierta incomprensión por parte de sus amigas, que la miraban de manera extraña por el mero hecho de vestir con aquellos atuendos que oscilaban entre lo hortera y lo pasado de moda. Todo ello le provocaba una desagradable sensación: la de ser considerada inferior desde el punto de vista social.

Cuando entró en la cafetería Carmen y Elena ya estaban sentadas esperándola. Sara ordenó un café con leche templada y tomó asiento junto a ellas. Elena tenía los ojos empapados en lágrimas. Llevaba toda la semana llorando desconsoladamente desde que Daniel le hubiera puesto los cuernos el sábado anterior. Carmen y ella habían intentado animarla por todos los medios pero sin ningún éxito hasta el momento. La pareja llevaba cinco años de relación y aquello era un golpe muy duro para una persona con un carácter tan pusilánime e inseguro como el de Elena, que se había convertido en alguien completamente dependiente de él para tomar cualquier decisión. Sara no soportaba a Daniel, le pareció siempre un tipo altivo y egoísta. Habría tenido el valor de comentarle a su amiga sus verdaderos pensamientos si no la hubiera visto tan enamorada. Al fin y al cabo quién era ella para meterse donde no la llamaban. 

Después de un largo rato intentando en vano animarla, las tres amigas se despidieron prometiendo volver a verse el lunes para continuar ayudando a Elena, o al menos para distraerla.

El teléfono de Sara había sonado mientras charlaba con sus amigas.  Lo sacó con cuidado del bolso y observó que tenía un mensaje de Manu invitándola a cenar a su casa. Llevaba apenas un año saliendo con él, mas la joven chica había vuelto a experimentar la sensación de dicha a su lado.

Caminó hacia casa del muchacho repasando una y otra vez el día que acababa de vivir y se deprimió. ¿Qué le sucedía al mundo? ¿Acaso la gente había dejado de tener valores? Miraba a su alrededor con una profunda sensación de desagrado y hasta desesperanza. Lo que antes fuera invisible para sus enormes ojos verdes, ahora se mostraba ante ella con total nitidez. El mundo que la rodeaba se había convertido en un lugar frívolo y frío, en un derroche de superficialidad para ella y su manera de ser. Casi todo se movía por interés y las personas se utilizaban y se criticaban unas a otras con una inquietante normalidad. Buscó consuelo en aquello que su padre siempre decía de que ahora se vivía mucho mejor que en su época pero aún así no parecía serle suficiente. Meditó acerca de que el problema pudiera ser ella. Al menos lo que sí parecía indudable es que era ella la que no encajaba.

Subió las escaleras del portal dando vueltas una y otra vez a las mismas ideas. La puerta estaba entreabierta. Pasó al interior de la casa y allí estaba Manu esperándola en el recibidor. Sara lo miró con ojos brillantes y se tiró a sus brazos sollozando. No podía más. Necesitaba un poco de calor humano y sabía de sobra que él era quien podía comprenderla y tranquilizarla. Podría decirse que era el único eslabón que la conectaba con la cadena humana. 

Después de una cena ligera y un par de cervezas, se instalaron finalmente en la cama de su habitación, de donde no salieron en todo el fin de semana. En aquel lugar por fin Sara pudo relajarse. Se encontraba tremendamente cómoda bajo aquel puñado de sábanas, a cientos de kilómetros del mundo real. Se habría quedado a vivir allí semanas, tal vez meses, lejos de todo y de todos. Entre aquellas cuatro paredes se hallaba todo cuanto le hacía falta. Podía jugar a soñar el mundo que anhelaba, estaba permitido hablar de amistad y de amor, podían compartirse ilusiones y proyectos, y hacía falta tan...tan poquito...



Decidió regocijarse en aquella preciosa paradoja. Aquel mundo infinito de allá afuera le sabía a poco. Se le quedaba pequeño. En aquella vasta superficie le era imposible alcanzar la plenitud. Sin embargo, en aquellos escasos nueve metros cuadrados podía sumergirse en la inmensidad de la vida. Conectar con las profundidades de su ser para que su alma y la de aquel muchacho de ojos pardos disfrutaran del juego de descubrirse y ser descubiertas. Para que jugaran a compartir, a acariciarse, a crecer.

Sara sonrió. Había vuelto a encontrarse. Aquel viaje no cabía ninguna duda de que sí merecía la pena.

1 comentario:

  1. Muy bueno Javi. Es cierto, qué poco se necesita para ser feliz, sólo nueve metros cuadrados de un mundo y una persona importante en tu vida. Y qué difícil es. Porque las fronteras y los problemas los ponemos o los inventamos nosotros, vienen de serie con este gran cerebro que nos hace ser "inteligentes". Tanto, que casi prácticamente nadie es capaz de conformarse con lo que tiene y disfrutar la vida.

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