29.11.12

Desprenderse de la hoja caduca

Vivíamos una época gris y de tormentas. Las nubes lloraban desconsoladas ante la inminente llegada del Otoño, quien, cabalgando a lomos del viento, había hecho su entrada triunfal decidido a batirse en duelo ante su más temido adversario, el Verano, con el firme propósito de desterrarlo hasta cuando menos, el Junio venidero.

En medio de esa vorágine, robusto y de unos 10 metros altura, yacía aquel arce de hoja palmeada y largas ramas, el cual había decidido establecer su hogar en mitad de un tupido bosque de pino piñonero. Allí sin duda se había convertido en la nota discordante de aquella sinfonía de acículas punzantes y enormes piñas.

Durante un largo período de verde rutina, la arboleda había disfrutado de tórridos días y estrelladas noches a la luz de la luna, había presenciado barbacoas familiares a las que niños y mayores acudían tras cerciorarse de haber guardado ruidos, atascos y prisas en el cajón de los domingos, de donde no serían retirados hasta la mañana siguiente.

Sin embargo, aquellos días de calor se habían esfumado, y ante la inminente llegada del frío, nuestro arce había sacado a relucir un precioso vestido carmesí muy llamativo a la par que elegante, y que sin duda hacía las delicias de cualquier transeúnte, humano o animal. Este hecho, por supuesto, no había pasado inadvertido para el resto de pinos, que morían de envidia encerrados en sus monótonos caparazones verdosos, invariables en tiempo y espacio.

Lejos de ser embriagado por las adulaciones que habitualmente recibía, el arce se encontraba encerrado en sí mismo. De una parte, llevaba ya un tiempo meditando acerca de su vida y del papel que desempeñaba en la pequeña comunidad del bosque, así como analizando algunos aspectos que detestaba de sí mismo, de su propia arbolidad. De otra, estaba un poco harto de ser la diana de halagos y celos a causa de su exuberante e indiscutible belleza bermeja. Nadie se había detenido a valorarlo por las que él consideraba sus mejores cualidades: la fortaleza de su tronco, la profundidad de sus raíces, la sombra con que cobijaba a los caminantes...

Empachado por todo aquello y en un alarde de valentía, se atrevió a deshojar su margarita, desprendiéndose así de todo lo que le oprimía. Pintó de carmín los labios del viento, cuyo rojizo susurro se extendió a lo largo y ancho del bosque. Jamás sus vecinos los pinos atisbaron a comprender semejante actuación, por lo que frecuentemente se carcajeaban a sus espaldas. Se había transformado en el hazmerreír de la arboleda. Pero nada de eso le importaba. Cierto es que se había quedado desnudo mostrando al mundo su verdadero rostro, y que seguramente no era el más bello, pero al menos ya nadie lo querría por mero interés. Se sentía libre y con fuerzas para empezar de nuevo, para buscar aquella identidad con la que hallarse feliz y en paz consigo mismo. Libre para perderse, para encontrarse...para VIVIR.




3 comentarios:

  1. gran relato, y el último párrafo..wau! genial!

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  2. Es poesía pero narrada. Muy intenso y otoñal!!

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  3. Me gusta mucho! Es muy estético y tiene un gran mensaje.

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